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NO LE
GUSTABA MOLESTAR
Cuando llegó a Guayaquil la
noticia de que el Obispo de Ibarra, monseñor
César Antonio Mosquera Corral, había
sido designado para ocupar esta Diócesis, muchas
personas se preguntaron quién sería
el nuevo Mitrado que reemplazaría al sabio
sacerdote e historiador riobambeño Dr. José
Félix Heredia, que acababa de fallecer.
Pronto salieron de las dudas, el nuevo Obispo más
parecía un artista de Hollywood que otra cosa,
pero comenzó a ganarse los corazones de los
guayaquileños con su fino trato, su don de
gente y un algo de santidad que emanaba de su persona,
de sus gestos, de su tranquila y risueña faz;
siempre servicial, bondadoso y hasta humilde, monseñor
César Antonio se metió al bolsillo hasta
a los más radicales y recalcitrantes alfaristas
que aún quedaban en nuestro puerto como rezago
de viejas épocas de pasiones anticlericales.
Y así fue siempre y pasó por entre nosotros
sin despertar malicias ni comentarios, haciendo el
bien a cuantos podía y sufrió al final,
con una enfermedad varicosa y dolorosa que le impedía
permanecer mucho tiempo sentado o de pie, con hincadas
y soflamas de las rodillas para abajo.
Entonces se dijo que sufría de la misma enfermedad
que había llevado a la tumba al recordado rey
Jorge VI de Inglaterra, y muchas beatas lugareñas
hasta se alegraron que su Arzobispo tuviera enfermedad
tan distinguida, sin reparar que estaban pecando por
orgullosa vanidad.
"Don Chenche", cómo fue apodado por
el vulgo que también lo quería a don
César Antonio Mosquera, que para nuestro cuento
viene a ser lo mismo, era en su casa un verdadero
padre para sus numerosos hermanos, hermanas y sobrinos,
que lo respetaban a rabiar. Todos formaban una grande
y virtuosa familia donde se rezaba el rosario, las
novenas y no se desperdiciaba hora del día
sin que un agencioso trajín doméstico
los mantuviera en perpetua ocupación. ¡Visitar
el Palacio era adentrarse en épocas pasadas
y contemplar a una familia Patriarcal!..
El Palacio quedaba frente al Parque Seminario y a
un costado de la Catedral. Antiguamente había
sido el rumboso hogar de los esposos Ignacio Peña
y León, del rico señorío vinceño
(hermano del poeta y diplomático Lorenzo Rufo
Peña que nos representó en Bolivia)
y de su esposa doña Dolores Irazabal y Vivero
y todavía se observan los hermosos retratos
al óleo, de tres cuartos de cuerpo, donde campean
las efigies de tan generosos donantes del Palacio,
que para la época del arzobispo Mosquera era
una casona en ruinas, sucia y destartalada, que merecía
ser demolida o remozada por insegura y falta de comodidad..
Tan insegura estaba que cuando en 1963 se realizó
en su interior la ceremonia de investidura del Dr.
José María Ala-Vedra y Tama, como Caballero
Comendador de la Orden Equestre y pontificia del Santo
Sepulcro de Jerusalén, con sonados invitados,
hubo que apuntalar el edificio con numerosas cañitas
para evitar que se cayera con el peso de la concurrencia
y eso que algunos, al ver las cañas prefirieron
quedar fuera, en espera de que pudiera pasar lo peor.
Así pues, se ordenó su demolición,
pero hubo que esperar que un. nuevo Palacio estuviere
terminado a un costado de la Catedral, para la calle
Clemente Bailen, donde actualmente se encuentra, porque
el Arzobispo y su familia no podían pasar por
la vergüenza de ir a habitar por allí
nomás o a algún hotel. Y aquí
viene mi cuento.
Cuando fue de pasar al Arzobispo, las damas de la
Sociedad de Beneficencia de Señoras o de alguna
otra institución, que en esto no estoy muy
seguro, decidieron comprarle nuevo mobiliario y ropa
blanca porque suponían que eso era necesario.
Nueva casa, todo nuevo. Un Huasipichay como dicen
en la Sierra cuando hacen fiesta por cambio de domicilio.
Y aquí ardió Troya, porque las buenas
señoras comprobaron que el Arzobispo no tenía
sábanas, porque las poquitas que encontraron
tenían huecos tan grandes que el pobre había
venido durmiendo directamente sobre el colchón
de lana. Que el Arzobispo no tenía cubiertos,
porque los poquitos que quedaban estaban rotos o en
mal estado, que no tenía toallas, que no tenía
ni siquiera ropa interior, porque todo era escaso
y raído por el uso y surgieron las preguntas
y vino la respuesta. ¡Soy pobrecito y no me
gusta molestar pidiendo a la gente!.
Una dama muy moderna dizque dijo: ¡Oh este Arzobispo
es un tonto o un santo! La pregunta, por supuesto,
quedó en el ambiente y yo solo presento el
caso para que los lectores den su opinión.
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