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EL CONDE
MENDOZA
Era Felipe Mendoza Coello uno de los
más rumbosos caballeros del gran cacao guayaquileño
de los años 20. Alto, gordo, trigueño,
de mediana edad e imponente en toda su figura, que
paseaba por las mejores playas y balnearios de Europa
gastando dinero y asombrando con su generosidad. Una
noche, en el Hotel Negresco de Niza, hubo un fastuoso
baile de disfraces en celebración del Carnaval
y de premio dieron al ganador el título de
Conde por un día con gastos pagados y todo
lo demás. ¿Quién creen Uds. que
se sacó el premio? Don Felipe, por supuesto,
que se disfrazó de Luis XVI y hasta se echó
unas cuantas joyas encima para hacer más magnificente
su atuendo y ganó por aclamación. Al
día siguiente disfrutó muchísimo
del título y como era propinador, los empleados
del Hotel, mas por servrlísmo y adulo que por
otras razones, le siguieron llamando "Señor
Conde" y se quedó con ese apodo, que le
venía de perillas para alargar su vanidacita,
que no era poca.
De regreso a sus haciendas en Vinces, sobre todo en
“Cañafístula” que era un
imperio por la grandeza de su extensión, don
Felipe siguió siendo “el patrón”
o el “señor Conde” y cuando venía
a Guayaquil muchas gentes se lo decían, hasta
que el apodo se hizo carne de su carne y parte de
su personalidad y después nadie se lo quitó.
Aún hoy, hay personas que aseguran que efectivamente
era Conde. La magia se ha hecho realidad!.
Don Felipe tenía costumbres principescas. Una
Limousine café grande, impoluta y brillosa
lo seguía despacito cuando él paseaba
a pie por el boulevard, a eso de las 5 de la tarde
para que todo el mundo lo viera. La Limousine era
manejada por un chofer negro, medio guardaespaldas
porque el Conde tenía pleitos con algunos vecinos
y uniformado de verde, con botas de cuero negro y
hasta gorra de capitán. Todo un espectáculo.
Don Felipe se había traído de Francia
a Madama Rachelita Jantet Guillemont, hermosísima
francesa, rubia y olorosa a esencias de Balmain, que
lo acompañaba a todas partes. Unos decían
que eran casados, pero a nadie constaba nada. Después
se supo que sí lo eran.
“El Conde y la Condesa” daban hermosas
fiestas en sus haciendas y la maldad de algunos envidiosos
sacó la conseja que después de esas
veladas, la Condesa arrojaba a alguno que otro invitado
a la lagartera que se había hecho construir
por allí cerca, donde los numerosos lagartos
daban buena cuenta de ese amante. Todo esto, por supuesto,
eran puras mentiras, pero habían tontos que
se lo creían y aún se repite a pesar
de los años transcurridos.
Semanalmente le llegaba al Conde, de su hermosa hacienda
en Vinces, un lanchón cargadito de sacos de
cacao, que él vendía en Aspiazu State
Limited o en L. Guzman e hijos, o en cualquier otra
casa de productos agrícolas y así, su
cuenta corriente nunca decaía en los bancos
y había dinero para todo, hasta para pagar
el mejor palco en el antiguo teatro Olmedo cuando
llegaban las compañías de operetas y
zarzuelas, se quitaban las bancas de la platea y quedaba
convertida en pista de baile durante el Domingo de
Carnaval.
Entonces el Conde y la Condesa concurrían con
Germán Lince Sotomayor (su grande, afectuoso
y amigo, tan simpático como ocurrido), y con
su hermana Alicia Mendoza, que estaba soltera. En
uno de esos bailes Germán le presentó
a Alicia a su primo Carlitos de Sucre y Sotomayor,
surgió el romance y hubo matrimonio.
La pareja se fue a vivir en París donde Carlitos
fue designado Cónsul General del Ecuador y
allí estuvieron muchos años, sin tener
hijos, hasta que el cónsul murió y Alicia
regresó al país.
Germán era reputado el mejor bailarín
de tangos en la ciudad y con permiso del Conde sacaba
a la Condesa y daba verdaderas demostraciones en el
arte de Tepsícore, ganándose los aplausos
de la concurrencia, que no sabía qué
admirar más, si la belleza de la Condesa o
su agilidad de experimentada bailarina.
Pero como toda felicidad toca a su fin, el Conde se
vio envuelto en el asesinato de su sobrino Enrique
Mendoza Lassavaujeaux, con quién mantenía
inquinas de fronteras familiares y hasta fue a dar
a la cárcel, de donde salió muy maltratado
y murió en breve. Ya comenzaban a declinar
sus haciendas, que quedaron en poder de doña
Rachelita, que por bella nunca fue enhacendada y concedió
su poder General a Rodrigo Icaza Cornejo, que tampoco
lo era, quien contrató de administrador a Anacleto
Macías. Ahora nada queda de todo eso porque
el IERAC se comió lo que dejaron los años
y sólo nos queda la gloria y el recuerdo del
Señor Conde don Felipe, que todo tiempo pasado
fue mejor.
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